Nadie oye mis plegarias
La búsqueda del lugar correcto en el mundo
No por ser agnóstico dejo de rezar ocasionalmente. Rezo por las dudas, como quien arroja una botella al mar con un mensaje manuscrito que expresa un deseo improbable. Rezo cuando estoy en apuros, cuando me falta el aire, cuando presiento la cercanía de la muerte. También rezo para dar gracias porque no se cayó el avión, porque mi mujer todavía me ama, porque mis hijas están bien. Soy un creyente trepador. No rezo para trepar al cielo, sino para obtener favores, beneficios, protecciones, privilegios.
Me tortura no estar en el lugar correcto. Me atormenta perder el tiempo en el lugar incorrecto. Estos días, diezmado por la enfermedad, bebiendo miel y limón, pensando en que con mucha suerte me quedarán ocho o diez años de vida, no más, me pregunto adónde debo ir, con quién debo estar, cuál es mi lugar correcto en el mundo.
Me ayuda ser padre. Presiento que mi lugar correcto es estar cerca de mi hija adolescente. Tiene catorce años. Le faltan cuatro para graduarse de la escuela. Esos años, que pasarán volando, debo estar cerca de ella y de mi esposa.
La lucha interna entre el deber y los deseos
Sin embargo, cuando pienso en los próximos viajes, unas travesías que me gusta planear con minuciosa atención a los detalles más triviales, me pregunto cuál es mi lugar en el mundo, y entonces empiezo a dudar, y las dudas sobrevuelan a mi alrededor como moscas, y yo he sido siempre un hombre sin matamoscas, que no aplasta las dudas.
La pregunta que arde como una llamarada en mi espíritu y no consigo sofocar parece simple a primera vista, pero no lo es: ¿cuál es mi lugar correcto el día mismo de Nochebuena, el próximo veinticuatro de diciembre?
Mis hijas y mis libros me han señalado casi siempre, de un modo inequívoco, mi lugar correcto en el mundo. La paternidad es un ancla que me previene de estar a la deriva, extraviado, dando tumbos por mares procelosos. Los libros son hijos también, y a ellos los cuido con devoción.
El dilema de las fiestas familiares
Si compartir la cena navideña con mi madre y su numerosa descendencia, nueve hijos, treinta nietos, tres bisnietos, me resulta un compromiso abrumador, extenuante, que demandará las fuerzas del histrión que hay en mí, ¿debo ausentarme o, en aras de la armonía familiar, hacer el esfuerzo, aunque ganas no tenga?
Si a mi esposa y a nuestra hija no les tienta en modo alguno pasar las navidades en casa de mi madre, con esa tropa de locos, ¿debo obligarlas, ignorando sus votos en mayoría, imponiendo una odiosa tiranía familiar?
La búsqueda de la reconciliación interna
Si rezo por las dudas, y les pregunto a Dios y a mi hermana ausente qué debo hacer, me dirán que debo pasar esa noche con mi madre, porque puede que sea su última Nochebuena, o la mía. Pero si me digo que Dios es probablemente una ficción reconfortante, y procuro complacer a las mujeres que viven conmigo, entonces recuerdo que la vida es corta para andar sufriendo y que ellas y yo nos merecemos ese viaje a Buenos Aires.
Resignado a que sus dos votos valen más que el mío en solitario, organizo con minuciosidad los detalles de ese viaje, que, por así decirlo, ya está en pie, asomándose en el horizonte como un obelisco, una promesa de placeres.
Conclusión
En medio de la incertidumbre sobre cuál es el lugar correcto en el mundo, entre las demandas familiares y los deseos personales, la búsqueda de armonía interna parece ser el objetivo principal. La dualidad entre el deber y la felicidad personal se entrelaza en una reflexión profunda sobre el significado de encontrar el propio lugar en el mundo y la importancia de tomar decisiones que nos acerquen a la realización personal y emocional.